martes, mayo 30, 2006

la última noche


Hoy, sería hoy. Ya no aguantaba más aquella situación, tras levantarse se miró en el espejo, se recogió el pelo, se vistió y salió a hacer la compra diaria. Verdura, pan, un café en les deux Moulins y vuelta a casa, allí una nota en cocina: “tengo mucho trabajo, prometo llegar antes de que te duermas, te quiere, Edgar”. Lloró desconsolada, intentando recordar su voz, hacía meses que sólo se veían algún sábado por la tarde que otro, cuando después de comer su querido Edgar la llevaba a pasear por rivera del Sena. Había empezado a sospechar que tenía alguna amante, alguna mujer que fuera frecuentemente a retratarse al estudio, quizá alguna de aquellas bailarinas que tanto le gustaba pintar, o la camarera del Café Guerbois, lo que estaba claro es que no había visto al hombre de su vida en semanas. A veces sentía su calor en la cama o un beso delicado en la mejilla, pero cuando abría los ojos quizá acertara a ver una pierna saliendo por la puerta del dormitorio.

Comió sola, como siempre y después se puso a hacer las maletas, vestidos mojados por aquellas lágrimas incesantes, los paseos por el piso para calmar los espasmos de su pecho, se colocaba las manos bajo los senos, presionando la boca del estómago para calmar el dolor.

Llegó la noche, la última maleta seguía abierta y ella metía su ropa interior “no es justo- le dijo una voz en su cabeza- al menos despídete de él, dale el último beso” y se sentó en la silla que había frente a la mesa, con el respaldo pegado al pecho y se dejó caer sobre su brazo derecho medio tapada con su abrigo marrón, quería esperar despierta, pero el agotamiento que le habían dejado las lágrimas la hicieron sumirse en un profundo sueño.

Edgar llegó más tarde de lo que había planeado, con olor a vino y tabaco, no tenía olor a mujer porque aquella noche no quiso acompañar a sus amigos a Moulin Rouge, le cansaba ver a las cortesanas bailar mientras ellos iban y venían con una y otra, el simplemente se limitaba a beber absenta, pero esa noche le había prometido que llegaría antes de que se durmiera, quizá con suerte le estaría esperando.

Atravesó la puerta del dormitorio, la lámpara de la ventana iluminaba su espalda, su pelo recogido, su salla caída, su dulce hombro... y la maleta, las camisas de dormir, las enaguas que se le habían caído al suelo. Se apoyó en la puerta, con las manos metidas en los bolsillos, también apoyó la cabeza, aquella terrible verdad pesaba más que todas sus deudas “la he perdido”.

Se acercó suavemente a su lado, le acarició él hombreo y empezó a deshacerle el moño.

- Edgar- Suspiró ella cuando le vio a su lado, soltando su pelo-. Tengo que decirte algo.
- Calla- se agachó y la beso dulcemente en la boca- yo también tengo que decirte algo- le soltó otro mechón del moño-. Eres el ser más hermoso que existe. Eres la razón de mi vida.
- Es todo mentira, Edgar- No sonaba a reproche, sonaba a lágrimas contenidas. Volvió el rostro y comenzó a llorar.
- No lo es- la cogió en brazos, volvió a besarla, y la condujo a la cama- Eres la única razón de mi vida- le dijo al oído- por eso trabajo tanto, por ti, para darte lo mejor.
- Tú eres lo mejor y eres lo único que me niegas- las lágrimas no cesaban.
- Te quiero- suspiró admitiendo su error.

Le quitó la salla, terminó de soltarle el pelo, ella le quitó la chaqueta, el chaleco, la camisa, los pantalones. Le acarició la barba, el pecho, el vientre y así entre caricia y caricia el se acercaba a su oído y entre gemidos emitía palabras de amor: “te quiero”, “te necesito” y ella contestaba a todo con sinceridad “y yo a ti”.
Nunca habían rezumado tanto amor, ambos vibraron juntos y dejaron el placer flotando para siempre en el cuarto. Él la abrazo “quédate a mi lado para siempre”, le dijo al oído, suave, dulce, y ella se dio cuenta de que, a pesar de su amor, no podía seguir sufriendo por aquel hombre. La última noche.

Se levantó con el primer rayo de sol, se vistió y se recogió el pelo, metió las últimas enaguas en la maleta, escribió algo, revolvió su pelo y le besó en la frente, sonrió y salió de su vida para siempre.

Él sólo pudo verle la espalda antes de que cerrara la puerta tras de sí. Un bebé, desnudo, encogido y desconsolado, lloró durante días.

La nota la leyó mil veces y cuando murió la tenía en el bolsillo de la chaqueta con la que fue a la tumba: “Te quiero, pero te debes a tú arte, llevaré tu aroma siempre conmigo”.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Las mujeres siempre tan cabezonas...
Sería una perdida de tiempo pedirte que hubiera una segunda entrega donde se arreglara el entuerto, teniendo en cuenta que él muere con la nota en el bolsillo como único recuerdo de ella, pero yo realmente pensaba que al final comerían perdices.
Una pena...
Sigues escribiendo como los ángeles.
Besos y suerte.

Estrella Ferre dijo...

no sé si los angeles escriben... pero seguro que exageras... y no... nada de segundas partes, nunca fueron buenas