miércoles, noviembre 23, 2011

Carta de Odio


Querido individuo (te llamo así porque no me sale llamarte mejor):

Te escribo estas líneas porque estoy muy acostumbrada a manifestar mi amor por carta y estos últimos días me he dado cuenta de que es un error no manifestar mi profundo odio hacia ti de la misma manera, ya que es un sentimiento igual de fuerte.

Supongo que mis palabras te sorprenden porque no me has hecho nada, o al menos eso crees, para que yo sienta tal cosa por ti, desde luego considero que no puede haber sobre la tierra un ser que alimente tanto este sentimiento de forma consciente, si no es así y tu intención es que yo sienta esto por ti es que no sólo eres un ser despreciable, es que eres el mismo demonio, que en lugar de sangre en las venas tienes veneno.
Cuando te conocí no hubo nada en ti que me hiciera sentir ni siquiera un poquito de rechazo, así que puedo decir que mi sentir, aunque es irracional, no es del todo infundado. Supongo que sabes que la manera en la que te has dirigido a mí a medida que avanzaba nuestra relación tu manera de interactuar conmigo ha sido cada vez más desagradable.  Me enerva tu manera de hablar, de moverte, de quejarte de absolutamente todo y no ofrecer una solución. Si bien no has llegado a insultarme queda patente que consideras que todo ser viviente que deambula a tu alrededor posee menos importancia que tú, que no hay nadie más guapo, ni más listo, ni más interesante, pero lo cierto es que cada vez que te veo mis ganas de escupirte en un ojo son tan grandes que reprimirlas me lleva hasta la náusea. Hay quien me ha dicho que es posible que este sentimiento está producido por mí misma, que soy yo quien alimenta este profundo odio, pero lo que yo creo es que eres tan irritante que no te soportan ni mis recuerdos.

Las sensaciones que me produces están tan a flor de piel que no necesito mirarte para saber que estás ahí, mis entrañas reaccionan ante la repugnancia que les produces y las controlo como buenamente puedo, no sé exactamente porqué, igual es tu nauseabundo olor, que tu inmunda  energía, pero algo hace que me ardan las sienes, me hierva la sangre y se me acelere el corazón. Sé que es posible que me lo notes en la mirada a pesar de mis esfuerzos por mirarte como las vacas miran a los trenes, pero la emoción es tan grande que dudo que no se refleje en mi rostro, a este respecto te ruego que si un día pierdo la expresión y babeo por un lado de la boca llames a una ambulancia, seguramente me ha dado un ictus por tener que aguantar tu repulsiva presencia.

Sin más me despido, no sin agradecerte que seas blanco de mis iras, lo que me une al resto de la humanidad, que sin duda también te odia, que sepas que no te deseo ningún mal, pero ojalá te pierdas en el Ikea el día que quiten las flechas azules del suelo.

miércoles, noviembre 16, 2011

Cien pasos para morir

La pesada puerta de acero se abrió bruscamente, contaminando la celda con ese irritante eco que me embotaba la cabeza. Escribía mis últimas palabras casi compulsivamente, aterrorizado por no poder terminarlas antes de que me obligaran a abandonar para siempre, el que había sido mi hogar durante los últimos veinte años. Había procurado dejar todos mis escritos minuciosamente organizados, acompañándolos con una nota en la que explicaba qué hacer con ellos, pero me había retrasado ultimando los detalles, y ahora corría desesperado por no dejar cabos sueltos antes de que mis verdugos me invitaran a soltar la pluma y me escoltaran servicialmente hacia la muerte.

–Es la hora –me anunció el alguacil mientras dos funcionarios se aproximaban por mi flanco izquierdo con esposas en mano.

–Sólo necesito unos segundos –respondí con cierta zozobra-, no puedo dejar esto sin acabar.

–Sabes que eso es imposible. Este... proceso, requiere una exquisita puntualidad –replicó con tranquilidad mientras conducía a los guardas con un simple ademán de cabeza–, así que ponlo fácil y levántate para que podamos esposarte.

–¿Este “proceso”? –necesitaba tiempo– ¿Por qué no llamarlo por su nombre y decir directamente ejecución? Sería mucho más apropiado.

–Como prefieras, pero has de levantarte –su quietud parecía imperturbable.

–No debe ser cómodo ser el mensajero de la muerte –me dirigí entonces a los encargados de custodiarme–, pero por mi parte os perdono, sé que sólo hacéis vuestro trabajo.

Durante unos instantes se mostraron confundidos, y miraron dudosos a su jefe, paradójicamente sorprendidos de la resistencia mostrada por un condenado a muerte minutos antes de ser sentenciado. Y señalo paradójico por lo contradictorio que puede parecer que un hombre acepte tan aciago destino sin lucha ni oposición, y sin embargo, a fuerza de costumbre, convertirse en algo tan habitual que cualquier vacilación o demora en lo que parece ser una liberación más que un castigo, resulte extraordinario en vez de vulgar.

Fuera como fuese, su desconcierto se tornó rápidamente en determinación con un nuevo ademán de cabeza por parte del alguacil, esta vez más violento, más perentorio. Inmediatamente antes de ser conminado por los guardas a dejar mi incómodo asiento y levantarme para ser aherrojado, concluí mis últimas voluntades y abandoné cualquier atisbo de rebelión con un diligente gesto de sumisión, mostrando mis manos y mis pies para ser esposados. En el escritorio quedaban huérfanos los restos de mi última comida, un bolígrafo medio desgastado, un viejo flexo de hierro anclado a la pared y miles de folios donde escribí, durante las dos décadas en las que estuve esperando mi final, todas mis reflexiones. Una generosa hacina de papeles que había escondido celosamente de ojos curiosos, y que esperaba se convirtieran, algún día, en mi única contribución a un mundo al que desgraciadamente sólo había causado dolor.

Comencé a recorrer el pasillo. Cien pasos, escoltado y encadenado, desde mi cautiverio hasta mi óbito. Cien pasos que parecieron cien millas; cien millas recorridas en un instante. Y en ese instante todo tipo de pensamientos se agolpaban en mi cabeza, fútiles pensamientos de un condenado a muerte, preguntas y respuestas que carecían ya de importancia. Me invadió entonces la sensación de estar recibiendo el castigo de otro desgraciado, de que realmente ejecutaban al hombre equivocado, porque ¿qué es lo que quedaba en mí de aquel joven malnacido? No pensaba en injusticia, pues hacía tiempo que acepté mi castigo y renuncié voluntariamente a ese derecho que tenemos todos de luchar por nuestra vida. Vida que arrebaté a mi víctima sin concederle oportunidad alguna, pero realmente sentía que mi yo, en aquel momento, era muy distinto a mi yo de hacía veinte años.

Si me hubiera encontrado cara a cara con aquel chico inseguro y frustrado, hubiese intentado convencerlo de que aquella no era la solución. Que toda esa rabia acumulada, producto de la temprana muerte de su padre, de la falta de cariño y atención de su madre, de las incesantes palizas recibidas por su padrastro, del fracaso que acompañaba todos sus actos, del entorno hostil donde se educó durante toda su infancia, de las drogas, de las peleas, de sentirse perdido e incapaz de encontrarse... toda esa rabia acumulada no podía ser apagada con destrucción, que nadie se puede erguir con el privilegio de arrebatar algo tan sagrado como la vida y querer desentenderse del mal infligido. Pero lo cierto es que cualquier discurso hubiese sido en vano, dudo mucho que por aquel entonces estuviese dispuesto a reflexionar sobre nada de lo que hacía, y eso incluía el asesinato. Quizás hubiese bastado con un poco de amor y comprensión. Sé que puede parecer inocente o pretencioso pensar que el amor y la comprensión pueden salvar vidas, pero realmente lo creía.

Había recorrido cincuenta de los cien pasos pensando en el antes, y al cincuenta y uno comencé a pensar en el después. Muchos pueden creer que el después para un condenado a muerte no existe, y en cierto modo es así, saber que eres únicamente para dejar de ser, es una sensación muy difícil de sobrellevar. No se puede vivir sin futuro, sin esperanzas, sin ilusiones o desilusiones... no se puede vivir sin nada que esperar, sólo se puede sobrevivir a la espera de tu final. Por eso la mayoría de los reos se niegan a aceptar su sino y luchan hasta el último momento con el anhelo de que un giro inesperado, y casi disparatado, les libre de la muerte, aunque ello significara pasar los restos entre rejas. No es pues una cuestión de arrogancia o desdén el pelear por tu vida habiendo tomado otra, sino mera supervivencia inherente al ser humano. Yo había pasado veinte años esperando la inyección, y hacía sólo cinco comprendí que por respeto a la víctima, a sus familiares, a los míos y, sobre todo, a mí mismo, debía dejar de luchar y rendirme a la muerte como lo hacen los ancianos cuando saben que ha llegado su hora.

Curiosamente fueron estos cincos años los más provechosos de mi encarcelamiento, en los que, sin un futuro en el que pensar, pude centrarme sin distracciones en el presente y en el pasado. Reflexioné sobre las decisiones que me habían arrastrado hasta aquella situación, y sobre las causas que me llevaron a tomar esas mismas decisiones. Pensé en mi responsabilidad y si el castigo impuesto era la mejor manera de hacerme pagar por mi crimen. Si hubiese creído que mi muerte liberaría al mundo del dolor ocasionado, sin duda todo habría merecido la pena: el sufrimiento de mis abuelos hasta su temprano fallecimiento, la frustración de mi hermano menor que lo arrastró a un final incluso más penoso que el mío, la agonía de mi madre por sobrevivir a sus hijos... si con mi sacrificio y el de toda mi familia hubiese podido devolverles la felicidad a quienes se la arrebaté hace veinte años, la pena capital me hubiese parecido la más justas de las sentencias. Pero lo cierto es que aquello carecía de sentido, y desgraciadamente ni mi muerte ni el daño causado a todos mis seres queridos, conseguiría aliviar la angustia sufrida por las víctimas durante todo este tiempo. Parecía irónico que para pagar por un crimen se necesitara infligir tanto dolor. ¿Realmente no existía otra alternativa? Protestas silenciosas que desde hacía tiempo no compartía con nadie, sólo conmigo mismo y con el papel que me acompañaba perenne en mi cautiverio.

Por fin di el último paso para encontrarme de bruces con las puertas del averno. Tras ellas la muerte, tras de mí cien pasos. En aquel momento solo deseaba reencontrarme con mi víctima y pedirle disculpas.


Triste historia que revivir
una y otra vez
para intentar aprender en vano,
que ninguna vida se debe tomar
por antojo ni castigo humano.

jueves, noviembre 10, 2011

Viaje en coche


El pelo de la tapicería te envuelve como los brazos de una madre, el volante calienta tus manos heladas, la palanca de cambios en punto muerto te llama, enciendes la radio, emprendes la marcha y comienzas la aventura. No sabes dónde te llevará el viaje, ni cuánto durará, pero tampoco importa, la carretera te espera, con sus curvas incesantes, insinuante cual mujer. La compañía es buena, la música es genial, el viaje siempre es plácido a pesar del cambio que puede acarrear, nunca es cansado y siempre es inesperado.

Ahora queda a tu izquierda un mar azul inmenso, el agua está tan clara que te parece ver los peces, el acantilado es alto, pero no te da miedo la carretera filosa por la que transitas, todo lo contrario, disfrutas de la marcha, del paisaje, de la temperatura suave típica de las zonas costeras, tu copiloto canta a voz en grito Free Fallen de Tom Petty y yo no puedes dejar de sonreír.

En un intervalo indeterminado de tiempo ya estás en una carretera de montaña, los cúmulos de nieve empiezan a aparecer en las umbrías, los pinos altos y centenarios evitan que el sol, tan cercano ahora, te ciegue, abres la ventanilla para que el viento fresco te acaricie el rostro, el olor es embriagador, poco a poco la nieve se multiplica, cada vez hace más frío y la montaña empieza a brillar. El camino empieza a serpentear en bajada hasta que llegas a terreno llano, los girasoles miran hacia ti, o hacía el sol que está a tu espalda, pero no, te miran a ti, Norah Jones suena en la radio con su tranquilo sunrise, la brisa es cálida, pero no abrasadora, te pones las gafas de sol, miras a tu acompañante y sonríes. Él te llama la atención, una imagen fantástica sucede ante vuestros ojos, un Seat Seiscientos está adelantando a un Scania tipo americano, de esos con el morro largo, hasta que se pone frente a él, la bella y la bestia versión automovilística.

El terreno vuelve a ser abrupto, vuelve la carretera curvada y el paisaje pajizo, el trigo hace ondas marinas color de oro a ambos flancos, en un momento dado empiezas a oír un rugido, quitas la radio, como si fuera un león, tu acompañante hace cávalas, suena a convoy, tú confirmas, es un convoy de Harleys que aparecen en la siguiente curva, cada una de un color, unas originales, otras custom, unas con la horquilla hasta las nubes, otras deportivas… Encuentras un hueco entre ellas en un vistazo, miras las líneas discontinuas, esta es la tuya, adelantas a dos de ellas y te quedas a su nivel un instante, para verlas, sus conductores  dejan el manillar y empinan su dedo gordo para saludarte, tu acompañante y tú contestáis de la misma manera al saludo. Terminas de adelantar y te metes en mitad de la caravana, todavía con el dedo levantado y con una sonrisa en la cara, como si Mickey Mouse hubiera venido a felicitarte en persona en tu quinto cumpleaños.
Las máquinas rugen como una mandada de fieras, no te lo crees, que música celestial producen esos motores. 

De repente un golpeteo suena en tu ventana, no haces caso, pero se repite, tu padre está golpeando el cristal “Venga, sube atrás que nos vamos ya”, se acabó el viaje, pero en cualquier momento tendrás otra ocasión para subirte en el coche mientras esperas y volver a salir de viaje a donde el motor de la imaginación te lleve.

sábado, noviembre 05, 2011

Besar: manual para principiantes.

Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha expresado su afecto hacia los demás con un simple gesto llamado beso. Besar, que es la acción de dar un beso, consiste en apoyar la zona carnosa que rodea nuestra boca y a la que nos referimos como labios (pues son dos: el de arriba y el de abajo), bien pegados (el de arriba con el de abajo), ya sea en la mejilla, la frente o la boca, o en cualquier otra parte sensible de la persona, o animal, a la que queremos obsequiar con tal regalo. Justo en el momento de retirar los labios, será imprescindible separar ambos (el de arriba y el de abajo), acompañando dicha maniobra con una succión de aire de intensidad variable (según el tipo de beso), que debe provocar un sonido seco y levemente chirriante. Note el lector, que sin una posición adecuada de los labios (boca de mono), la succión de aire no sería del todo eficaz, y el beso quedaría tristemente a medias entre beso y chupada.

Hay tantos besos como personas, y según donde se propinen, su sonoridad, o con qué vayan acompañados, tendrán significados tan variopintos como las reacciones de los afortunados, o desgraciados, que los reciban. Besos secos, húmedos, castos, fraternales, pasionales, de abuela o de compromiso... tantos tipos que sería imposible explicar todos tan detalladamente como se merecen. Es menester de este manual describir solo uno de ellos, sin duda el más complicado de dar: el primer beso pasional. Es nuestra intención evitar que jóvenes e inexpertos besadores, puedan confundir la forma o el momento y convertir este insigne beso en un triste desacierto.

Cuando dos personas se conocen, existe la posibilidad (probable en algunos casos y remota en otros) de que ambos se gusten lo suficiente para seguir viéndose con la asiduidad que ellos mismos determinen adecuada. Si este gusto cruza la linea del trato amistoso, para adentrarse peligrosamente en una atracción más carnal, es seguro que, más temprano que tarde, alguno de ellos (o ambos al mismo tiempo) se verá obligado a dar un paso al frente y consolidar dicha relación “amistosa” con su primer beso pasional. Los besos pasionales son, al mismo tiempo, tan fáciles y difíciles de dar como de describir, y decidirse a hacer tan delicado movimiento es, cuanto menos, arriesgado. Una vez tomada la decisión, atinar con el momento, el lugar o la intensidad de dicho beso, es tarea harto complicada. No es el objeto de este manual aleccionar sobre como asegurarse el buen devenir del primer beso, ya que nos estaríamos adentrando, injustificadamente, en un terreno pantanoso por el que se hace difícil caminar, pero sí describiremos con esmero una de las muchas maneras correctas de darlo. Por razones operativas nos centraremos en la escena más tradicional (hombre besa a mujer), dejando otras combinaciones, tan respetadas actualmente como la anterior, para futuros manuales. Dividiremos el beso pasional en tres partes: primer contacto o beso seductor, segundo contacto o beso vehemente, y tercer contacto o beso de consumación.

Mire a su compañera directamente a los ojos, donde estarán impresos sus verdaderos deseos. Con la habilidad necesaria podrá leer en ellos si el inminente beso será bien recibido o, por el contrario, se arriesga a una dura represalia (tortazo en la cara). Si es incapaz de realizar dicha lectura por falta de experiencia, no se preocupe, la vida es para los valientes. Sin retirar la mirada, como en un vano intento de hipnotizarla, acérquese muy lentamente, dirigiendo la punta de su nariz hacia la punta de la de ella. Mientras, agarre suavemente, con su mano diestra, la parte trasera de su cuello (el de ella), para subir poco a poco hasta la nuca entrelazando los dedos con el pelo. Llegado a este punto la intención es clara, y a menos que realmente la haya conseguido hipnotizar (poco probable), su pasividad será la aceptación tácita al beso, por lo que continuar resultará insultantemente seguro. Siga acercándose al mismo tiempo que torna la cabeza hacia la izquierda, para que sus narices no colisionen evitando el triunfal encuentro de labios. Cierre los ojos, pues se dice de quien besa apasionadamente con ellos abiertos, que no es persona de confianza.

El primer contacto (seducción) ha de ser casi una caricia, con los labios sueltos y entreabiertos, transmitiendo toda la ternura de la que uno dispone, mientras se masajea el pelo con la mano anteriormente situada en la posición adecuada. Roce suavemente sus labios (los de ella) con la lengua, y termine con una leve succión del belfo inferior, que puede ir acompañada de un lene bocado. Nótese que en este instante, tanto usted como la afortunada a la que besa, son un amasijo de nervios, y es fácil cometer algún error que eche a perder tan eximia situación. Tómeselo con calma e intente enfocar su excitación al segundo contacto (vehemencia).

Inmediatamente después de soltar el labio, y sin haberse despegado en ningún momento más de unos pocos centímetros, vuelva a aproximarse para un nuevo encuentro análogo al anterior (siempre con los ojos cerrados), pero más energético, más violento. Achuche con su mano diestra (situada en la nuca) la cabeza de ella contra usted, y encuentre la posición adecuada para que sus bocas encajen perfectamente. Realice un juego cautivador con su lengua mientras rozan sus labios, que deben disponerse sueltos y carnosos; nunca duros o constreñidos. Este beso, más ardiente que el primero, ha de durar más tiempo, pudiendo subdividirse en tantos besos como se crea oportuno, según la situación y el disfrute. Atento a las sensaciones que le puedan abordar en estos momentos: extraños cosquilleos, perdida de la orientación, mareos, etc. No se deje distraer por estos efectos secundarios causados por la excitación e intente disfrutarlos con fruición, son parte del juego. Vuelva a concluir el contacto con una nueva succión del labio inferior, esta vez más vigorosa y acompañada de un sentido mordisco (sin excederse en intensidad).

Aborde el último contacto (consumación) para finalizar el beso. Abra los ojos y mírela atentamente. Apoye su frente en la de ella y traslade la mano diestra (anteriormente situada en la nuca) hacia la parte lateral de su cuello, mientras la acaricia con suavidad y roza casi imperceptiblemente su oreja con el dedo pulgar. Acompañe dicha maniobra con una media sonrisa para mostrar complicidad y asegurar, más allá de toda duda, que el encuentro ha resultado plenamente satisfactorio. Lance un último beso desde esta misma posición, propinado en el labio inferior, suave, de sonoridad intermedia y ligeramente húmedo, procurando que el contacto entre ambas bocas sea completo. Y concluimos con este gesto nuestro primer beso pasional.

Son posibles otras muchas combinaciones tan válidas como la anterior, pero una máxima es coincidente en todas ellas: goce de su primer beso como si fuera el último, pues sus sensaciones perdurarán en el tiempo, y por muchos años que permanezca unido a su pareja, siempre quedará su reminiscencia para deleitarle, o atormentarle, el resto de su lacónica existencia.