El pelo de la tapicería te envuelve como los brazos de una
madre, el volante calienta tus manos heladas, la palanca de cambios en punto
muerto te llama, enciendes la radio, emprendes la marcha y comienzas la
aventura. No sabes dónde te llevará el viaje, ni cuánto durará, pero tampoco
importa, la carretera te espera, con sus curvas incesantes, insinuante cual
mujer. La compañía es buena, la música es genial, el viaje siempre es plácido a
pesar del cambio que puede acarrear, nunca es cansado y siempre es inesperado.

En un intervalo indeterminado de tiempo ya estás en una
carretera de montaña, los cúmulos de nieve empiezan a aparecer en las umbrías,
los pinos altos y centenarios evitan que el sol, tan cercano ahora, te ciegue,
abres la ventanilla para que el viento fresco te acaricie el rostro, el olor es
embriagador, poco a poco la nieve se multiplica, cada vez hace más frío y la montaña
empieza a brillar. El camino empieza a serpentear en bajada hasta que llegas a
terreno llano, los girasoles miran hacia ti, o hacía el sol que está a tu
espalda, pero no, te miran a ti, Norah Jones suena en la radio con su tranquilo
sunrise, la brisa es cálida, pero no abrasadora, te pones las gafas de sol,
miras a tu acompañante y sonríes. Él te llama la atención, una imagen
fantástica sucede ante vuestros ojos, un Seat Seiscientos está adelantando a un
Scania tipo americano, de esos con el morro largo, hasta que se pone frente a
él, la bella y la bestia versión automovilística.

Las máquinas rugen como una mandada de fieras, no te lo
crees, que música celestial producen esos motores.
De repente un golpeteo suena
en tu ventana, no haces caso, pero se repite, tu padre está golpeando el
cristal “Venga, sube atrás que nos vamos ya”, se acabó el viaje, pero en
cualquier momento tendrás otra ocasión para subirte en el coche mientras
esperas y volver a salir de viaje a donde el motor de la imaginación te lleve.
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