jueves, diciembre 29, 2011

La vida no vivida

Le miraba desde mi esquina, en silencio, esperando no ser descubierta jamás, era mi elemento prohibido, cuando sonreía me temblaban las piernas, pero no había nada mejor que verle inclinar la cabeza sobre el papel mientras movía el bolígrafo a compás, estaba dibujando y aquello siempre era una experiencia, porque yo siempre era la primera en ver sus dibujos, como si entre nosotros hubiera una conexión artística, él leía y yo analizaba sus dibujos, poco a poco nos encaprichamos el uno del otro, pero nuestras circunstancias no nos permitían hablarlo, ni las circunstancias ni el miedo al fracaso, primero por mi, después por ti, hasta que un día, cuando nuestra amistad fue lo suficientemente fuerte nos confesamos la atracción, nuestras historias se fraguaron en nuestra cabeza, él era ideal para mi y yo ideal para él, eso nos impedía, bajo toda circunstancia, tener una historia real, cruda, dura, con problemas que no existían en nuestras mentes. Al final la amistad se diluyó, como se desvanecen otras tantas amistades, pero nuestras vidas no vividas nos acompañan, golpeándonos con fuerza cuando menos lo esperamos. Esa vida inventada aparece en sueños, en recuerdos fabricados y nos encoje el alma, no con nostalgia, sino con la amargura de saber que aquello nunca sucedió ni sucederá.

Lo cierto es que hay algo positivo en todo esto, sabes a ciencia cierta que hay alguien que no forma parte de tu vida cotidiana, que de vez en cuando, aunque no sepas con qué frecuencia, te tiene presente, que cuando alguno de los dos falte el otro lo mantendrá vivo, del resto de gente con la que te has relacionado no puedes estar seguro, pero la vida no vivida se enquista en aquellos que no la vivieron y tal y como hay gente que convive con una enfermedad crónica tú convives con ellos y ellos contigo.

martes, diciembre 13, 2011

Un buen día (parte 2)

-Nos están rodeando señor, deberíamos replegarnos.

A pesar del tono frío y distante utilizado por su subordinado, como si sus palabras guardaran una verdad irrefutable que hasta ahora no se había tenido en consideración, el Teniente Blázquez rompió a carcajadas hasta casi quedarse sin respiración. Con sus ojos anegados en lágrimas dirigió la mirada hacia los del sargento; pero no se centró en ellos, sino que los traspasó, como mirando algo más distante, incluso más allá del campo de batalla. Arrieta no pudo evitar pensar que el hombre que tenía a su lado estaba perdiendo el juicio.

-¿Se encuentra bien señor? -durante un instante quedó ausente, ajeno a la realidad que lo rodeaba. -Eduardo ¡responde! -lo tuteo mientras sacudía levemente su hombro izquierdo en un tímido intento por sacarlo de su letargo.

Pero Eduardo estaba sumido en sus pensamientos, el traqueteo de las ametralladoras y los disparos de mortero quedaban ahora lejos de sus reflexiones. Pensó en su familia, en sus padres, en su hermano, con el que casi no se hablaba, en el hijo que nunca tuvo, y en aquella mujer que lo hizo tan feliz al principio como desgraciado al final. Recordó su niñez, trasladándose constantemente de allí para allá a cualquier lugar donde reclamaran a su padre. Pensó en lo insulsa que había resultado su vida, siempre rodeado de muerte y destrucción. Muerte y destrucción como la que ahora lo acosaba luchando ferozmente por devolverlo a la dura realidad.

Muerte... como los cientos de cuerpos sin vida que plagaban el campo de batalla; y destrucción... todo era destrucción. Y los vivos estaban aterrados, sin tiempo para pensar que probablemente no volverían a ver a sus familias, ni a sus amadas ni amantes, ni volverían a sentir el placer de beber un buen vino, o de saborear la deliciosa cocina de sus madres o esposas. Sin tiempo para preguntarse porque su teniente al mando, aquel hombre en el que confiaban su vida a cada paso, en cada decisión tomada, no les sacaba de aquella situación absurda y sin sentido. Sin tiempo para nada más que para intentar sobrevivir al incesante fuego enemigo.

-¡Eduardo! ¡Eduardo, despierta joder! -sintió una fuerte bofetada en su rostro- Hay que tomar una decisión inmediatamente ¡nuestros hombres están muriendo! -le encantaba tener a ese hombre a su lado, siempre tan claro y directo.

-Ya es tarde para replegarse Sargento, nos aniquilarían por completo -dijo de repente, como si no hubiese estado ausente-. Es avanzar o morir, no nos queda otra.

En ese instante el Teniente Blázquez agarró fuerte su fusil, como si le fuera la vida en ello, salto al piso descubierto donde nada se interponía entre él y sus enemigos, y aullando un grito ensordecedor corrió poseído directo al infierno, sin miedo, sin culpa, sin remordimientos. Si alguien le hubiese preguntado en aquel momento porqué lo hizo, porqué se abalanzó sobre la muerte como desesperado por abrazar su silencio, es probable que no hubiese sabido qué contestar. Aquello fue una liberación, un intento absurdo de expiación para despojarse del peso que los cientos de soldados muertos cargaban sobre sus hombros; el mismo peso que hacía tan solo unos minutos le impedía levantarse, el mismo que entonces lo catapultó hacia un acto de necio heroísmo. Tras de sí arrastraba la pena y el lamento de los fallecidos, sus esperanzas rotas, sus sueños ahora imposibles. Y mientras avanzaba entre las balas silbantes, todo ese peso iba desapareciendo para dar lugar a una extraña sensación de victoria que le permitía no correr, sino volar como un globo henchido de helio como lo estaba él de gloria.

Pero tras casi doscientos metros de carrera, cuando rozaba su objetivo con la punta de los dedos y el milagro que necesitaba parecía estar cerca... la muerte lo encontró. Una ráfaga del calibre treinta alcanzó su pecho y lo derribó cruelmente al suelo. Hasta aquel momento no se planteo que su maniobra había resultado un triste suicidio, y durante unos instantes se sintió ridículo. Las culpas ya no tenían sentido, ni los lamentos, ahora tocaba aceptar las consecuencias y morir dignamente, sin pueriles lloriqueos que empañaran su honor. De repente, cuando estaba a punto de cerrar sus ojos y dejarse llevar por la oscuridad, decenas de sus hombres encendidos en cólera comenzaron a rebasar su posición para asaltar la trinchera tras la que se escondían sus verdugos. Parecía que su demente intento por lograr que lo matasen había sido doblemente exitoso: por un lado moriría aquella misma tarde, sin más culpas, sin más lamentos; por otro había dado una oportunidad a sus hombres para ganar la batalla y que al menos unos cuantos sobrevivieran a aquella matanza. Y tirado allí sobre el sucio y frío suelo del campo de batalla, mientras se desinflaba de vida por los tres agujeros que atravesaban su torso y escuchaba los vítores de victoria de los soldados supervivientes, pensó en que los milagros existen y que a pesar de todo, aquel día, terminaría siendo un buen día.

FIN.

miércoles, diciembre 07, 2011

Un buen día (parte 1)

En cada respiración sus fosas nasales se colmaban de ese empalagoso hedor a sangre que impregnaba el aire, mientras los disparos y las explosiones le martilleaban incesantemente sus ya maltrechos oídos. Una docena de cuerpos sin vida yacían inmóviles a su alrededor, y otros tantos moribundos gemían y se retorcían de tal modo que hacían parecer la muerte el menor de sus problemas. Ya debería estar acostumbrado a aquello, diez años sufriendo los amargos horrores de la guerra hacían de un hombre alguien rudo, con el coraje y la fuerza de voluntad suficientes para seguir luchando aún cuando sus compañeros iban cayendo por centenas bajo el fuego enemigo. Pero no eran compañeros, eran sus hombres los que estaban muriendo, y lo hacían por nada; o al menos nada que él pudiese entender.

Eso era exactamente lo que le corroía las entrañas, y cebado por el odio y la rabia era incapaz de pensar con claridad. Todo por las ansias de gloria de un comandante estúpido que no quiso ver lo que estaba plantado delante de sus narices. No pudo desobedecer la orden directa de un superior, aun sabiendo cual serían las consecuencias, y ahora se sentía impotente sin saber como sacar a sus hombres de aquella matanza. La culpa recaía sobre sus hombros con tal fuerza que le costaba la misma vida continuar en pie.

-¡Maldita sea teniente! no podemos seguir avanzando -una voz jadeante interrumpió sus fútiles pensamientos- ¡Hemos perdido más de la mitad de nuestros jodidos hombres en tan solo cincuenta metros!

Conocía pocos soldados que, como Arrieta, hablaran tan descortésmente a un superior, pero aquello era precisamente lo que más agradecía de aquel veterano sargento. Siempre sincero, tan directo como una flecha dirigiéndose a su objetivo, soltaba las verdades sin tapujos ni eufemismos. Quizás por aquella razón aún seguía siendo sargento, durante lustros condenado a estar bajo las órdenes de muchachos que aún gateaban cuando él ya luchaba en el campo de batalla. Le gustaba tenerlo a su lado.

-¿Cuantos más necesitamos? -sabía la respuesta a aquella pregunta, pero necesitaba tiempo para pensar.

Arrieta asomó su enjuto rostro por encima del pequeño montículo de arena que los ocultaba de sus enemigos. No tuvo que pensárselo demasiado, él también conocía la respuesta.

-Al menos doscientos señor -sus palabras quedaron suspendidas en un quedo murmullo mientras volvía a ocultarse- Quizás ciento cincuenta, aunque desde aquí no sabría decirle con seguridad.

Ni doscientos ni ciento cincuenta, dudaba que pudiesen avanzar ni ochenta miserables metros con aquella torre aniquilando a todo lo que se movía. Decenas de pensamientos se agolpaban en su cabeza, pero ninguno que le ayudara a resolver aquel intrincado rompecabezas en el que se había metido de lleno... y a sus hombres con él. De todos modos se había dado por vencido, esta vez ni su prodigiosa mente ni sus más que avalados conocimientos militares servirían de nada, pensó con sorna mientras inclinaba una de sus comisuras en un intento de sonrisa amarga. Un milagro era lo que necesitaban.

Un tenue rugido sonó encima de sus cabezas. Una avión de reconocimiento hacía su ronda a unos quince mil pies de altura, a salvo de los misiles tierra-aire, obteniendo cientos de datos sobre la superficie que más tarde utilizaría inteligencia para planear sus movimientos. Era una útil herramienta, aunque se necesitaba un control total del espacio aéreo para poder realizar aquellas maniobras con la seguridad requerida. Nada nuevo, de todos modos el bombardeo quedaba descartado ¿Qué demonios hacían allí? Ese era el pensamiento más recurrente. Nada de ideas, nada de milagros.

CONTINUARÁ...

viernes, diciembre 02, 2011

Conversación entre hermanos




- Fíjate lo que son las cosas, los pobres no saben dónde estoy y “los tuyos” le dicen que encontrarme es reabrir heridas ¡Qué Barbaridad! ¡No se puede abrir una herida que no se ha cerrado!

- Pues anda qué… Cuando aquello fue para adelante fui convencidísimo porque no me gustaba como estaban las cosas, tienes que reconocer que era muy bonito pero en la práctica era un desbarajuste, yo seguía a las cabezas, pero el levantamiento quedó descabezado y nos tuvimos que conformar con el cerillita.

- ¿Así le llamabais?

- Así le llamábamos, nunca entenderé como después de lo mal que se lo hicimos pasar en Zaragoza, reabrió la academia. Era un tibio, no tenía ni chispa de inventiva militar, fatal para la estrategia, pero también tenía una mala hostia… Entiendo que no quieran dejar sus estatuas, a mi parecer no se las merece, a no ser que se explique en las placas quien es, pero hubo, en el levantamiento, quien no creía en su manera de hacer estado y sin embargo esos son tratados como criminales, ahora hay que borrar la huella de todo el mundo.

- Espero que no sigan así, nos tienen que recordar a ti y a mí, primero por nuestros nombres y luego como patriotas, independientemente de la cantidad de colores que tuviera nuestra bandera.

- Los dos caímos como caen los hombres, teníamos la sangre del mismo color, el mismo idioma, cantidad de elementos culturales comunes…

- Hermanos, éramos hermanos, todos lo éramos y nos matamos, eso es lo que hay que superar, sin olvidarlo y sin necesidad de peleas. Aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla, eliminar todos los nombres es eliminar la historia, eliminar los monumentos es tan atroz como quemar iglesias.

- Eso no me lo digas a mí, que nosotros no rompíamos vírgenes.

- Y yo nunca estuve de acuerdo con aquello, claro que se me contagió el anticlericalismo, pero fui siempre consciente de que los bienes materiales que poseía la iglesia no dejaban de ser patrimonio cultural, pero a veces los hombres se ciegan y en el 36 nos pusimos una venda todos y nos fuimos a pegar garrotazos a todo lo que pillásemos por medio. Razonar… razonar es una facultad intrínseca en el ser humano que lo define, lo distingue del resto de los animales, pero no siempre razonamos, no siempre somos tan humanos.

- ¡Qué bien hablas coño! Supongo que con la perspectiva que ofrece verlo todo desde lejos hemos llegado al acuerdo de que todos formamos parte de la memoria histórica y las cosas deben dejar de verse como Vencedores y Vencidos, tal y como se hizo mientras cerillita estuvo vivo, y como Reprimidos y Represores, que es hacia donde están girando.

- Hermanos, éramos hermanos y nos matamos, somos hermanos y no nos perdonamos.

- Yo te perdono.

- Y yo a ti.