martes, diciembre 13, 2011

Un buen día (parte 2)

-Nos están rodeando señor, deberíamos replegarnos.

A pesar del tono frío y distante utilizado por su subordinado, como si sus palabras guardaran una verdad irrefutable que hasta ahora no se había tenido en consideración, el Teniente Blázquez rompió a carcajadas hasta casi quedarse sin respiración. Con sus ojos anegados en lágrimas dirigió la mirada hacia los del sargento; pero no se centró en ellos, sino que los traspasó, como mirando algo más distante, incluso más allá del campo de batalla. Arrieta no pudo evitar pensar que el hombre que tenía a su lado estaba perdiendo el juicio.

-¿Se encuentra bien señor? -durante un instante quedó ausente, ajeno a la realidad que lo rodeaba. -Eduardo ¡responde! -lo tuteo mientras sacudía levemente su hombro izquierdo en un tímido intento por sacarlo de su letargo.

Pero Eduardo estaba sumido en sus pensamientos, el traqueteo de las ametralladoras y los disparos de mortero quedaban ahora lejos de sus reflexiones. Pensó en su familia, en sus padres, en su hermano, con el que casi no se hablaba, en el hijo que nunca tuvo, y en aquella mujer que lo hizo tan feliz al principio como desgraciado al final. Recordó su niñez, trasladándose constantemente de allí para allá a cualquier lugar donde reclamaran a su padre. Pensó en lo insulsa que había resultado su vida, siempre rodeado de muerte y destrucción. Muerte y destrucción como la que ahora lo acosaba luchando ferozmente por devolverlo a la dura realidad.

Muerte... como los cientos de cuerpos sin vida que plagaban el campo de batalla; y destrucción... todo era destrucción. Y los vivos estaban aterrados, sin tiempo para pensar que probablemente no volverían a ver a sus familias, ni a sus amadas ni amantes, ni volverían a sentir el placer de beber un buen vino, o de saborear la deliciosa cocina de sus madres o esposas. Sin tiempo para preguntarse porque su teniente al mando, aquel hombre en el que confiaban su vida a cada paso, en cada decisión tomada, no les sacaba de aquella situación absurda y sin sentido. Sin tiempo para nada más que para intentar sobrevivir al incesante fuego enemigo.

-¡Eduardo! ¡Eduardo, despierta joder! -sintió una fuerte bofetada en su rostro- Hay que tomar una decisión inmediatamente ¡nuestros hombres están muriendo! -le encantaba tener a ese hombre a su lado, siempre tan claro y directo.

-Ya es tarde para replegarse Sargento, nos aniquilarían por completo -dijo de repente, como si no hubiese estado ausente-. Es avanzar o morir, no nos queda otra.

En ese instante el Teniente Blázquez agarró fuerte su fusil, como si le fuera la vida en ello, salto al piso descubierto donde nada se interponía entre él y sus enemigos, y aullando un grito ensordecedor corrió poseído directo al infierno, sin miedo, sin culpa, sin remordimientos. Si alguien le hubiese preguntado en aquel momento porqué lo hizo, porqué se abalanzó sobre la muerte como desesperado por abrazar su silencio, es probable que no hubiese sabido qué contestar. Aquello fue una liberación, un intento absurdo de expiación para despojarse del peso que los cientos de soldados muertos cargaban sobre sus hombros; el mismo peso que hacía tan solo unos minutos le impedía levantarse, el mismo que entonces lo catapultó hacia un acto de necio heroísmo. Tras de sí arrastraba la pena y el lamento de los fallecidos, sus esperanzas rotas, sus sueños ahora imposibles. Y mientras avanzaba entre las balas silbantes, todo ese peso iba desapareciendo para dar lugar a una extraña sensación de victoria que le permitía no correr, sino volar como un globo henchido de helio como lo estaba él de gloria.

Pero tras casi doscientos metros de carrera, cuando rozaba su objetivo con la punta de los dedos y el milagro que necesitaba parecía estar cerca... la muerte lo encontró. Una ráfaga del calibre treinta alcanzó su pecho y lo derribó cruelmente al suelo. Hasta aquel momento no se planteo que su maniobra había resultado un triste suicidio, y durante unos instantes se sintió ridículo. Las culpas ya no tenían sentido, ni los lamentos, ahora tocaba aceptar las consecuencias y morir dignamente, sin pueriles lloriqueos que empañaran su honor. De repente, cuando estaba a punto de cerrar sus ojos y dejarse llevar por la oscuridad, decenas de sus hombres encendidos en cólera comenzaron a rebasar su posición para asaltar la trinchera tras la que se escondían sus verdugos. Parecía que su demente intento por lograr que lo matasen había sido doblemente exitoso: por un lado moriría aquella misma tarde, sin más culpas, sin más lamentos; por otro había dado una oportunidad a sus hombres para ganar la batalla y que al menos unos cuantos sobrevivieran a aquella matanza. Y tirado allí sobre el sucio y frío suelo del campo de batalla, mientras se desinflaba de vida por los tres agujeros que atravesaban su torso y escuchaba los vítores de victoria de los soldados supervivientes, pensó en que los milagros existen y que a pesar de todo, aquel día, terminaría siendo un buen día.

FIN.

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